¡Alabado seas!
Semana de Nazaret 2016
"«Alabado seas, mi Señor», cantaba san
Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común
es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una
madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la
hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce
diversos frutos con coloridas flores y hierba»" Laudato
si’
La llegada
Este pasaje de la encíclica del
papa Francisco no dejó de resonar en mi cabeza durante la última parte del
camino sureño, después de abandonar la carretera y en dirección a la Isla
Grande de Chiloé. El primer recuerdo - que se transforma en un hito- que tengo de este largo encuentro amoroso con
la naturaleza es el cruce por el Canal de Chacao, un viaje de unos veinte
minutos en que se vuelve concreta la exhortación del Papa: la casa común es
nuestra hermana, y nos acoge entre sus brazos con amor de madre. Los largos
tramos de agua viva que dan soporte a los visitantes que se trasladan en transbordadores se ven transparentes, y los
pájaros de la zona nos reciben en su propio idioma. Recuerdo que reímos con
gozo al ver capear olas a una pareja de lobos marinos.
La Hermana Donata – Hermanita de
Jesús, trabajadora de vida y compañera de sueños - y yo nos encontramos en
Castro con – mi ahora buena amiga – Ninoska, y mientras almorzamos
intercambiamos anécdotas entre bostezos. Ahora tengo la sensación de que en
esos primeros encuentros fue donde se tejió gran parte del entramado que
sostendría mi experiencia el resto de la semana.
La invitación de Donata me llegó
hace unos meses atrás y era breve y poco reveladora: Me invitaba a “vivir una semana en compañía de Jesús de Nazaret” (...) “en contemplación,
trabajo manual y fraternidad. Todo como Jesús de Nazaret”.
Además de conocer un poco de la
espiritualidad de Carlos de Foucauld[1]
(inspiración del carisma de las Hermanitas de Jesús y a su vez de la Semana de
Nazaret) y en concreto, conocer a Donata, no tenía más información sobre esto
que llamaban “Semana de Nazaret”. Así partí a Chiloé el 4 de Febrero y no niego
que a ratos me sabía a locura.
Por eso cuando nos encontramos en
Castro, con casi veinte horas de viaje en el cuerpo, hambre y el recuerdo
reciente de mis entretenidas vacaciones familiares, el paisaje era
prácticamente lo único que me mantenía alegre.
Fue un alivio encontrarnos las tres viajando con el corazón abierto, en
un clima fraterno y de respeto, sin exigirnos demasiado la una a la otra.
El recorrido para llegar desde
Castro a Curaco de Vélez, nuestro destino final, seguía siendo de una belleza
profunda. Cruzamos el canal Dalcahue para llegar a la Isla Quinchao, donde está
la comuna de Curaco. Gracias a un folleto que reparte la parroquia San Judas
Tadeo (cuyo párroco nos acogió y que también pertenece a la Fraternidad
Sacerdotal Iesus Caritas de Carlos de Foucauld)
me entero que su nombre es de origen mestizo (Curaco: Mapuche/Vélez:
Español) y que su calle principal y plaza de armas reciben el nombre de un
marino que comandó una flota chilena durante la guerra del pacífico. También
que la comuna tiene más de 3 mil habitantes.
Curaco nos recibe ajetreada, con
sobrepoblación turística que me imagino decae pronto. En la plaza y en la
costanera se ven familias, jóvenes parejas y adultos mayores. Pero a pesar de
eso nos entrega calma, sus cerros vestidos de verde y su aire limpio nos abrazan.
El primer día pudimos sacar provecho de su fértil cosecha de papas,
improvisando unos ricos ñoquis que gritaban el alma italiana de Donata. Así nos
dispusimos a esperar a esos otros locos que venían viajando a vivir la experiencia de Nazaret en
Chiloé.
Fraternidad viva
“Abre la puerta y entra a mi
hogar
amigo mio que hay un lugar
deja un momento de caminar"
¿Qué podía significar que íbamos a vivir una experiencia de
Fraternidad? Yo conocía algo de Foucauld, por lo que el término no era nuevo
para mí, pero no tenía idea que íbamos a hacer en realidad. Sabía que para él
la experiencia de Nazaret solo tenía sentido si era vivida en comunidad, y que
si bien en su propia vida no recibió la
gracia de hermanos y hermanas, en sus reflexiones siempre habló de un amor que
no se vivía individual sino colectivamente. Pero, ¿cómo viviríamos eso
concretamente? No sabía y no me imaginaba que iba a pasar. Era otro de los condimentos
de la locura.
Mi ansiedad no disminuyó cuando
conocí al resto del grupo, treinta desconocidos (para mí desconocidos, entre
ellos había algunas amistades) que además se veían muchos menores que yo. ¿En
qué me había metido? Llamo mi atención sin embargo que la mayoría dijo que
“estaba dispuesto a lo que fuera”, algunos con expectativas pero entregados a
la voluntad de Dios. “Qué lindo”- pensé-, “que todavía quede gente así”. Ese día al acostarme leí nuevamente la
Oración de Abandono de Foucauld (“Padre me pongo en tus manos, haz de mi lo que
quieras, sea lo que sea, te doy gracias”) y mientras me inundaba el sueño se
fusionaron ambas declaraciones y pensaba que había llegado al lugar correcto. Y
con los ñoquis y una cazuela nocturna de la Nino, el sabor de la locura se
sentía cada vez más rico.
Al día siguiente escuchamos directamente en qué consistiría la
experiencia de Fraternidad. Primero escuché un poco de qué se trataba:
“Sentirnos hermanos, hijos de un
solo padre” (...)“Aprender a pertenecer, sentirse parte y generar vínculos, y
fortalecer esos vínculos que se pueden ir debilitando” (...) “Actuar con
humildad, reconocer nuestra fragilidad y que no nos desborde” (...) “Fraternidad
no es uniformidad, madurar juntos en humanidad y fe”
Todo me hacía mucho sentido, poner la relación en el centro: al centro de la fe, de la vida, de la
experiencia de Jesús. Para mí, como psicóloga, la relación está puesta en el
centro de la cura. Entonces sentía que Dios me hablaba de forma personal a
través de este nuevo desafío.
Fuimos divididos en grupos de edades similares (mi grupo era el de los
“viejos” como amablemente me recordarían más adelante) y desde ahí en adelante
la locura se aceleró. Viviríamos esa semana unidos, buscando que nuestros
ritmos se encontrasen, cediendo y esforzándonos con amor y paciencia por
encontrar afinidades entre quiénes veníamos de mundos, vidas, e incluso lugares
geográficos muy distintos. Para mi
sorpresa el esfuerzo nunca fue demasiado grande, y a poco andar el reunirse era
un momento de disfrute y risas, alternado con el crecimiento grupal.
Durante la semana fuimos viviendo distintas experiencias de
Fraternidad, algunas planificadas y otras no tanto. Dentro de lo planificado,
cada mañana rezábamos en conjunto, comenzábamos el día poniendo al servicio del
señor nuestros anhelos, preocupaciones y agradecimientos. El escuchar a cada
uno de mis hermanos y hermanas de fraternidad pedir y agradecer con tanto
cariño y confianza fue para mí la fuente principal de energía de la
semana. También tuvimos espacios de
reflexión con distintas temáticas, que propiciaron que nos encontráramos a
través de nuestros pensamientos. Se esperaba que comiéramos juntos todos los
días, y lo hicimos con alegría pues solíamos disfrutar del humor de cada uno, o
de las diferentes anécdotas que fueron surgiendo.
Todo esto me hizo pensar al final de la semana que nada de esto
hubiese tenido sentido si el pilar de la Fraternidad no lo sostenía. Sin poder
vivir la experiencia completa de: a) entregarse y soltar los prejuicios, el
nerviosismo y temor de no conocer a nadie, abrirse a descubrir personas
diferentes a uno y con otros intereses. b) Disponerse a dejar entrar a la
propia vida a un hermano o hermana con toda la responsabilidad que eso
significa. c) Descansar en el otro cuando las preocupaciones o los miedos nos
inquietan, y a la vez compartir con el otro cuando la alegría nos desborda.
Todo eso constituyó uno de los núcleos centrales de la Semana de Nazaret: el comprender, pero a través de una
vivencia concreta, de que la vida no tiene sentido si no es en está comunión
profunda con el otro.
La “vida oculta”
Otro de los misterios de la invitación era “vivir la vida de Nazaret”.
Yo sabía antes de llegar que Nazaret fue el lugar donde Jesús vivió su vida, y
que como hijo de Dios vivió por amor y con absoluta fidelidad el proyecto que
había para él: habitar un pueblo de Galilea muy alejado de Jerusalén que era la
capital y por lo tanto el centro de atención y donde uno esperaría encontrar al
hijo de Dios.
En la semana nos iríamos enterando que Carlos de Foucauld fue seducido
por Nazaret y la opción de Jesús de vivir en este lugar, el último lugar del mapa.
“Jesús tomo de tal manera el
último lugar que nadie pudo arrebatárselo”...[2]
Ese es el mensaje de Nazaret que Carlos de Foucauld hizo suyo y que lo
llevo a terminar su vida en una población perdida en el sur del Sahara. Fue ahí
donde encontró la plenitud: en el fin del mundo, ese fue su “último lugar”.
Pero lo importante es que en ese último lugar había alguien, alguienes. En Tamanrasset habitaba una población aislada a 1400
metros de altura, en el altiplano del Hoggar. Ahí en un conjunto de pobres
cabañas la población de los Tuaregs se convirtió en su último amor. La
sencillez de la vida contemplativa se funde en ese momento con la única otra
certeza: amar a Dios por sobre todas las cosas y luego amar a todos y todas con
el corazón en las manos. Carlos de Focauld se transformó en ese momento en
quién soñaba ser: el hermano universal. Aprendió el idioma con dedicación, se
entregó a sus necesidades y disfrutó con ellos sus alegrías, hizo suyas sus
historias.
Parte de esta semana también fue entregarse al trabajo manual para
vivir la experiencia de Nazaret, pues es ahí donde muchas pretensiones son
ahogadas. Estamos para servir, no para ser servidos. También vivir con
sencillez y autonomía, cocinando nuestra propia comida y manteniendo nuestro
hogar limpio.
La vida oculta entonces se nos mostró esta semana como esa opción
voluntaria de amor de seguir los pasos de Jesús para ponerse en el último lugar
y elegir el último puesto, ese que nadie quiere pero que tantos están obligados
a ocupar. Ese último lugar que, como advertí en un testimonio amigo, implica
poder decir “yo ya me entregué entero”. Que no te quede nada, y a la vez tener
por delante todo. Y no es entregar algo,
es entregarse uno, y hacerlo por amor.
¿Quién quiere y está dispuesto a dejar su propio puesto por amor, para
ocupar el último? Yo vi mi debilidad hacerse evidente al sentir este llamado, y
es un soplo que me acompaña de vuelta
a Santiago. Pienso ahora; qué importante es mantener viva esa debilidad,
reconocerla, y poder optar aún cuando ésta exista. Me impactó profundamente
leer las palabras de Carlos antes de dejar Beni-Abbes para ir hacia el Hoggar:
“La naturaleza
rehúsa todo esto excesivamente, tiemblo y me avergüenzo a la idea de dejar
Beni-Abbes, la calma a los pies del altar y de lanzarme a los viajes por los
que ahora siento horror excesivo. La razón también muestra algunos
inconvenientes: dejar vacío el sagrario de Beni—Abbes, (...) ¿Acaso no daría
más gloria a Dios adorándole en
solitario? La soledad y la vida de Nazaret, ¿No son acaso mi vocación?
Pese a lo que
dice la razón, he visto estas vastas regiones sin sacerdote, me veo como el
único sacerdote que pueda ir allí, y me siento enormemente y cada vez más
empujado a ir, por lo menos una vez y según el resultado, según lo que dirá la
experiencia, a volver o no. (...) me siento cada vez más empujado interiormente
a hacer este viaje”
Qué valor y que fortaleza tomar una decisión como la de Carlos a pesar
de la turbulencia interior, de los miedos y la debilidad. Confiar y entregarse
a aquel que nos ama a pesar de nosotros mismos.
Desierto
Si bien nuestro paisaje generoso no se parecía en nada al desierto
árido que Carlos de Foucauld escogió para imitar la vida de Jesús, buscamos la
distancia que persiguió al final de su vida. Salimos de Curaco para dirigirnos
a un poblado más alejado: San Javier. Para llegar debíamos bajar una empinada y
larga cuesta, que si bien estaba pavimentada era muy dura de atravesar
caminando. A la vuelta tuvimos que subirla para alcanzar el bus que nos
esperaba arriba, e imaginé que sin tener auto esa cuesta transformaba a San Javier en un “último lugar”. Salir y
entrar requería un esfuerzo físico importante.
El Desierto estaba pensado como una jornada de cinco horas de retiro y
silencio, para recibir ahora individualmente el Espíritu Santo. Para Carlos de
Foucauld (también para otros “santos” nuestros, Monseñor Romero, por ejemplo)
la vida contemplativa era fundamental para sostener los otros pilares de vida.
Era el alimento cotidiano.
Al entrar a la capilla de San Javier, construida a las faldas del
cerro y a la orilla del mar, siento como uno a uno nos vamos despidiendo para
vivir la experiencia de encontrarnos con el Señor. Recuerdo la hermosa frase
que alguna vez leí: “la interioridad no es el lugar al que acudo para estar
sola, es darme cuenta de que habito dentro de Alguien”. Y en este caso, era
vivirlo en la inmensidad de Su creación. Pienso de nuevo en Francisco de Asís y
dejo que el Señor me abrace a través de la brisa.
Me quedo cerca de la capilla
pues temo perderme si me alejo demasiado. Gracias a este pobre sentido de la
orientación me quedo cerca de varios compañeros y puedo vivir algo que hace
tiempo no vivía: la gratitud de experimentar el silencio junto a otros. Estar
solo pero no aislado, en silencio pero acompañado. Nunca estuve a más de metros
de algún compañero o compañera, y observarlos en su pasión me hizo sentir aún
más amada.
Para mí el Desierto era el
momento que estaba esperando de poder estar a solas con aquel que amo y que me
ama. Quería disfrutar sin interrupciones de esa intimidad tan secreta, tan
nuestra, y contemplar a Dios a través del paisaje, de mis pensamientos y
emociones durante todo el tiempo posible. La relación con Dios no siempre es
tan idílica, por eso fue para mí una gracia recibir en ese momento su Espíritu
de forma fuerte y amorosa.
Carlos de Focauld finalmente da testimonio con su vida de la unión
entre el amor a Dios y a los hombres, con una práctica viva. El escuchar los
testimonios de mis compañeros hablando de las zarzamoras, los picaflores y las
ovejas; como su Desierto estuvo intervenido por “los más pequeños” de la
naturaleza, me hizo reír pensando en qué
bonito y espontáneo camino estamos
tejiendo; sin buscarlo Dios nos obliga a ser “hermanos universales”.
La invitación a abandonarse
¿Qué de bueno puede salir de
Nazaret? Esta frase de la Biblia refleja asombro e incredulidad de saber
que el hijo de Dios vivía en un pueblo como Nazaret. Yo pienso, ¿qué de bueno
podía tener ir a Chiloé una semana a “hacer nada”? Cuándo me preguntaban a qué
iba, no sabía que responder. No eran “misiones”, “trabajos de verano”. ¿Vas a
ayudar a la gente? ¿Vas a hacer algo bueno?
¿Qué de bueno puede salir de
Chiloé?
Más allá de todo lo vivido, para mí lo que salió de ahí fue la
transformación de cada uno de nosotros. El exterior era el más sencillo y
hermoso, y el interior se fue nutriendo de eso para vivir la experiencia
Nazarena de renovación, de revolución. Personalmente, lo que salió de ahí es
una potente llamada: ¡Abandónate!
La primera vez que leí la oración de abandono - escrita e inspirada
por una meditación de Carlos de Foucauld - hace ya varios meses, no creí que
nada de aquella oración me representara. Sentí que había en ella una entrega tan grande
que era de otro tiempo, de otra vida, que en nuestra realidad nada podía
semejarse a aquel amor. Eran palabras tan radicales que sonaban extrañas, y de
una fuerza interior que desentonaba con lo que yo conozco. Entre tantas cosas
pasajeras (celulares que cambiamos al año, productos de belleza, ropa,
autos...) escuchar que algo dura para
siempre y que exige un compromiso total suena anacrónico, fuera de lugar;
extraño.
Dios nos regaló esta semana algunas fuentes concretas de inspiración,
y pudimos conocerlas de cerca. Nos entregamos por completo a la experiencia de
Fraternidad, y aún así fue solo el comienzo de una invitación que esconde
muchísimo más. Más entrega, más desprendimiento, más hermanos y hermanas, y
todo el amor posible. Que sonemos anacrónicos, extraños, que sonemos locos en
el mundo de hoy.
Entregar la vida a manos llenas tiene como recompensa el recibir a
cambio historias de otros y otras, igual de dispuestos a tejer el entramado del
Reino. Me quedo con los hilos de cada uno/a, con sus sonrisas de cansancio y
alegría, con sus palabras que demuestran que la confianza aún es una
experiencia posible. Mirar más lejos y más alto, y más cerca y más abajo para
poder tocarnos con esa plenitud. Gracias
a todos, y gracias infinitas al Señor.
¡Alabado seas!
Valentina
Garcia Campo
Febrero
2016
[1]
Carlos de Foucauld nació en Francia en 1958 y muere asesinado en Tamanrasset en
1916. Amante de Dios y seguidor de Jesús de Nazaret, con su vida y palabra
inspiró después de su muerte a muchos hombres y mujeres de fe. En vida no fundó
ninguna congregación, pero su testimonio fue semilla que dio vida después de la
muerte.
[2]
Frase que en 1888 Carlos oye a su
maestro espiritual, el padre Huvelin, y se “graba en su alma”.
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