martes, 16 de febrero de 2016

Semana de Nazaret para jóvenes: Chiloé 2016

¡Alabado seas!
Semana de Nazaret 2016
"«Alabado seas, mi Señor», cantaba san Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba»" Laudato si’
La llegada
Este pasaje de la encíclica del papa Francisco no dejó de resonar en mi cabeza durante la última parte del camino sureño, después de abandonar la carretera y en dirección a la Isla Grande de Chiloé. El primer recuerdo - que se transforma en un hito-  que tengo de este largo encuentro amoroso con la naturaleza es el cruce por el Canal de Chacao, un viaje de unos veinte minutos en que se vuelve concreta la exhortación del Papa: la casa común es nuestra hermana, y nos acoge entre sus brazos con amor de madre. Los largos tramos de agua viva que dan soporte a los visitantes que se trasladan en  transbordadores se ven transparentes, y los pájaros de la zona nos reciben en su propio idioma. Recuerdo que reímos con gozo al ver capear olas a una pareja de lobos marinos.
La Hermana Donata – Hermanita de Jesús, trabajadora de vida y compañera de sueños - y yo nos encontramos en Castro con – mi ahora buena amiga – Ninoska, y mientras almorzamos intercambiamos anécdotas entre bostezos. Ahora tengo la sensación de que en esos primeros encuentros fue donde se tejió gran parte del entramado que sostendría mi experiencia el resto de la semana.
La invitación de Donata me llegó hace unos meses atrás y era breve y poco reveladora: Me invitaba a “vivir una semana en compañía de  Jesús de Nazaret” (...) “en contemplación, trabajo manual y fraternidad. Todo como Jesús de  Nazaret”.
Además de conocer un poco de la espiritualidad de Carlos de Foucauld[1] (inspiración del carisma de las Hermanitas de Jesús y a su vez de la Semana de Nazaret) y en concreto, conocer a Donata, no tenía más información sobre esto que llamaban “Semana de Nazaret”. Así partí a Chiloé el 4 de Febrero y no niego que a ratos me sabía a locura.
Por eso cuando nos encontramos en Castro, con casi veinte horas de viaje en el cuerpo, hambre y el recuerdo reciente de mis entretenidas vacaciones familiares, el paisaje era prácticamente lo único que me mantenía alegre.  Fue un alivio encontrarnos las tres viajando con el corazón abierto, en un clima fraterno y de respeto, sin exigirnos demasiado la una a la otra.
El recorrido para llegar desde Castro a Curaco de Vélez, nuestro destino final, seguía siendo de una belleza profunda. Cruzamos el canal Dalcahue para llegar a la Isla Quinchao, donde está la comuna de Curaco. Gracias a un folleto que reparte la parroquia San Judas Tadeo (cuyo párroco nos acogió y que también pertenece a la Fraternidad Sacerdotal Iesus Caritas de Carlos de Foucauld)  me entero que su nombre es de origen mestizo (Curaco: Mapuche/Vélez: Español) y que su calle principal y plaza de armas reciben el nombre de un marino que comandó una flota chilena durante la guerra del pacífico. También que la comuna tiene más de 3 mil habitantes.
Curaco nos recibe ajetreada, con sobrepoblación turística que me imagino decae pronto. En la plaza y en la costanera se ven familias, jóvenes parejas y adultos mayores. Pero a pesar de eso nos entrega calma, sus cerros vestidos de verde y su aire limpio nos abrazan. El primer día pudimos sacar provecho de su fértil cosecha de papas, improvisando unos ricos ñoquis que gritaban el alma italiana de Donata. Así nos dispusimos a esperar a esos otros locos que venían  viajando a vivir la experiencia de Nazaret en Chiloé.

Fraternidad viva
“Abre la puerta y entra a mi hogar
amigo mio que hay un lugar
deja un momento de caminar"

¿Qué podía significar que íbamos a vivir una experiencia de Fraternidad? Yo conocía algo de Foucauld, por lo que el término no era nuevo para mí, pero no tenía idea que íbamos a hacer en realidad. Sabía que para él la experiencia de Nazaret solo tenía sentido si era vivida en comunidad, y que si bien en su propia vida no recibió   la gracia de hermanos y hermanas, en sus reflexiones siempre habló de un amor que no se vivía individual sino colectivamente. Pero, ¿cómo viviríamos eso concretamente? No sabía y no me imaginaba que iba a pasar. Era otro de los condimentos de la locura.
 Mi ansiedad no disminuyó cuando conocí al resto del grupo, treinta desconocidos (para mí desconocidos, entre ellos había algunas amistades) que además se veían muchos menores que yo. ¿En qué me había metido? Llamo mi atención sin embargo que la mayoría dijo que “estaba dispuesto a lo que fuera”, algunos con expectativas pero entregados a la voluntad de Dios. “Qué lindo”- pensé-, “que todavía quede gente así”.  Ese día al acostarme leí nuevamente la Oración de Abandono de Foucauld (“Padre me pongo en tus manos, haz de mi lo que quieras, sea lo que sea, te doy gracias”) y mientras me inundaba el sueño se fusionaron ambas declaraciones y pensaba que había llegado al lugar correcto. Y con los ñoquis y una cazuela nocturna de la Nino, el sabor de la locura se sentía cada vez más rico.

Al día siguiente escuchamos directamente en qué consistiría la experiencia de Fraternidad. Primero escuché un poco de qué se trataba:

“Sentirnos hermanos, hijos de un solo padre” (...)“Aprender a pertenecer, sentirse parte y generar vínculos, y fortalecer esos vínculos que se pueden ir debilitando” (...) “Actuar con humildad, reconocer nuestra fragilidad y que no nos desborde” (...) “Fraternidad no es uniformidad, madurar juntos en humanidad y fe”

Todo me hacía mucho sentido, poner la relación en el centro: al centro de la fe, de la vida, de la experiencia de Jesús. Para mí, como psicóloga, la relación está puesta en el centro de la cura. Entonces sentía que Dios me hablaba de forma personal a través de este nuevo desafío. 

Fuimos divididos en grupos de edades similares (mi grupo era el de los “viejos” como amablemente me recordarían más adelante) y desde ahí en adelante la locura se aceleró. Viviríamos esa semana unidos, buscando que nuestros ritmos se encontrasen, cediendo y esforzándonos con amor y paciencia por encontrar afinidades entre quiénes veníamos de mundos, vidas, e incluso lugares geográficos muy distintos.  Para mi sorpresa el esfuerzo nunca fue demasiado grande, y a poco andar el reunirse era un momento de disfrute y risas, alternado con el crecimiento grupal.

Durante la semana fuimos viviendo distintas experiencias de Fraternidad, algunas planificadas y otras no tanto. Dentro de lo planificado, cada mañana rezábamos en conjunto, comenzábamos el día poniendo al servicio del señor nuestros anhelos, preocupaciones y agradecimientos. El escuchar a cada uno de mis hermanos y hermanas de fraternidad pedir y agradecer con tanto cariño y confianza fue para mí la fuente principal de energía de la semana.  También tuvimos espacios de reflexión con distintas temáticas, que propiciaron que nos encontráramos a través de nuestros pensamientos. Se esperaba que comiéramos juntos todos los días, y lo hicimos con alegría pues solíamos disfrutar del humor de cada uno, o de las diferentes anécdotas que fueron surgiendo.

Todo esto me hizo pensar al final de la semana que nada de esto hubiese tenido sentido si el pilar de la Fraternidad no lo sostenía. Sin poder vivir la experiencia completa de: a) entregarse y soltar los prejuicios, el nerviosismo y temor de no conocer a nadie, abrirse a descubrir personas diferentes a uno y con otros intereses. b) Disponerse a dejar entrar a la propia vida a un hermano o hermana con toda la responsabilidad que eso significa. c) Descansar en el otro cuando las preocupaciones o los miedos nos inquietan, y a la vez compartir con el otro cuando la alegría nos desborda. Todo eso constituyó uno de los núcleos centrales de la Semana de  Nazaret: el comprender, pero a través de una vivencia concreta, de que la vida no tiene sentido si no es en está comunión profunda con el otro.


La “vida oculta”

Otro de los misterios de la invitación era “vivir la vida de Nazaret”. Yo sabía antes de llegar que Nazaret fue el lugar donde Jesús vivió su vida, y que como hijo de Dios vivió por amor y con absoluta fidelidad el proyecto que había para él: habitar un pueblo de Galilea muy alejado de Jerusalén que era la capital y por lo tanto el centro de atención y donde uno esperaría encontrar al hijo de Dios.

En la semana nos iríamos enterando que Carlos de Foucauld fue seducido por Nazaret y la opción de Jesús de vivir en este lugar, el último lugar del mapa.

“Jesús tomo de tal manera el último lugar que nadie pudo arrebatárselo”...[2]

Ese es el mensaje de Nazaret que Carlos de Foucauld hizo suyo y que lo llevo a terminar su vida en una población perdida en el sur del Sahara. Fue ahí donde encontró la plenitud: en el fin del mundo, ese fue su “último lugar”.  
Pero lo importante es que en ese último lugar había alguien, alguienes. En Tamanrasset habitaba una población aislada a 1400 metros de altura, en el altiplano del Hoggar. Ahí en un conjunto de pobres cabañas la población de los Tuaregs se convirtió en su último amor. La sencillez de la vida contemplativa se funde en ese momento con la única otra certeza: amar a Dios por sobre todas las cosas y luego amar a todos y todas con el corazón en las manos. Carlos de Focauld se transformó en ese momento en quién soñaba ser: el hermano universal. Aprendió el idioma con dedicación, se entregó a sus necesidades y disfrutó con ellos sus alegrías, hizo suyas sus historias.

Parte de esta semana también fue entregarse al trabajo manual para vivir la experiencia de Nazaret, pues es ahí donde muchas pretensiones son ahogadas. Estamos para servir, no para ser servidos. También vivir con sencillez y autonomía, cocinando nuestra propia comida y manteniendo nuestro hogar limpio.

La vida oculta entonces se nos mostró esta semana como esa opción voluntaria de amor de seguir los pasos de Jesús para ponerse en el último lugar y elegir el último puesto, ese que nadie quiere pero que tantos están obligados a ocupar. Ese último lugar que, como advertí en un testimonio amigo, implica poder decir “yo ya me entregué entero”. Que no te quede nada, y a la vez tener por delante todo. Y no es entregar algo, es entregarse uno, y hacerlo por amor.

¿Quién quiere y está dispuesto a dejar su propio puesto por amor, para ocupar el último? Yo vi mi debilidad hacerse evidente al sentir este llamado, y es un soplo que me acompaña de vuelta a Santiago. Pienso ahora; qué importante es mantener viva esa debilidad, reconocerla, y poder optar aún cuando ésta exista. Me impactó profundamente leer las palabras de Carlos antes de dejar Beni-Abbes para ir hacia el Hoggar:

“La naturaleza rehúsa todo esto excesivamente, tiemblo y me avergüenzo a la idea de dejar Beni-Abbes, la calma a los pies del altar y de lanzarme a los viajes por los que ahora siento horror excesivo. La razón también muestra algunos inconvenientes: dejar vacío el sagrario de Beni—Abbes, (...) ¿Acaso no daría más gloria a  Dios adorándole en solitario? La soledad y la vida de Nazaret, ¿No son acaso mi vocación?
Pese a lo que dice la razón, he visto estas vastas regiones sin sacerdote, me veo como el único sacerdote que pueda ir allí, y me siento enormemente y cada vez más empujado a ir, por lo menos una vez y según el resultado, según lo que dirá la experiencia, a volver o no. (...) me siento cada vez más empujado interiormente a hacer este viaje”

Qué valor y que fortaleza tomar una decisión como la de Carlos a pesar de la turbulencia interior, de los miedos y la debilidad. Confiar y entregarse a aquel que nos ama a pesar de nosotros mismos.

Desierto

Si bien nuestro paisaje generoso no se parecía en nada al desierto árido que Carlos de Foucauld escogió para imitar la vida de Jesús, buscamos la distancia que persiguió al final de su vida. Salimos de Curaco para dirigirnos a un poblado más alejado: San Javier. Para llegar debíamos bajar una empinada y larga cuesta, que si bien estaba pavimentada era muy dura de atravesar caminando. A la vuelta tuvimos que subirla para alcanzar el bus que nos esperaba arriba, e imaginé que sin tener auto esa cuesta transformaba a  San Javier en un “último lugar”. Salir y entrar requería un esfuerzo físico importante.

El Desierto estaba pensado como una jornada de cinco horas de retiro y silencio, para recibir ahora individualmente el Espíritu Santo. Para Carlos de Foucauld (también para otros “santos” nuestros, Monseñor Romero, por ejemplo) la vida contemplativa era fundamental para sostener los otros pilares de vida. Era el alimento cotidiano.

Al entrar a la capilla de San Javier, construida a las faldas del cerro y a la orilla del mar, siento como uno a uno nos vamos despidiendo para vivir la experiencia de encontrarnos con el Señor. Recuerdo la hermosa frase que alguna vez leí: “la interioridad no es el lugar al que acudo para estar sola, es darme cuenta de que habito dentro de Alguien”. Y en este caso, era vivirlo en la inmensidad de Su creación. Pienso de nuevo en Francisco de Asís y dejo que el Señor me abrace a través de la brisa.

 Me quedo cerca de la capilla pues temo perderme si me alejo demasiado. Gracias a este pobre sentido de la orientación me quedo cerca de varios compañeros y puedo vivir algo que hace tiempo no vivía: la gratitud de experimentar el silencio junto a otros. Estar solo pero no aislado, en silencio pero acompañado. Nunca estuve a más de metros de algún compañero o compañera, y observarlos en su pasión me hizo sentir aún más amada.

 Para mí el Desierto era el momento que estaba esperando de poder estar a solas con aquel que amo y que me ama. Quería disfrutar sin interrupciones de esa intimidad tan secreta, tan nuestra, y contemplar a Dios a través del paisaje, de mis pensamientos y emociones durante todo el tiempo posible. La relación con Dios no siempre es tan idílica, por eso fue para mí una gracia recibir en ese momento su Espíritu de forma fuerte y amorosa.

Carlos de Focauld finalmente da testimonio con su vida de la unión entre el amor a Dios y a los hombres, con una práctica viva. El escuchar los testimonios de mis compañeros hablando de las zarzamoras, los picaflores y las ovejas; como su Desierto estuvo intervenido por “los más pequeños” de la naturaleza, me hizo reír  pensando en qué bonito  y espontáneo camino estamos tejiendo; sin buscarlo Dios nos obliga a ser “hermanos universales”.


La invitación a abandonarse

¿Qué de bueno puede salir de Nazaret? Esta frase de la Biblia refleja asombro e incredulidad de saber que el hijo de Dios vivía en un pueblo como Nazaret. Yo pienso, ¿qué de bueno podía tener ir a Chiloé una semana a “hacer nada”? Cuándo me preguntaban a qué iba, no sabía que responder. No eran “misiones”, “trabajos de verano”. ¿Vas a ayudar a la gente? ¿Vas a hacer algo bueno?

¿Qué de bueno puede salir de Chiloé?

Más allá de todo lo vivido, para mí lo que salió de ahí fue la transformación de cada uno de nosotros. El exterior era el más sencillo y hermoso, y el interior se fue nutriendo de eso para vivir la experiencia Nazarena de renovación, de revolución. Personalmente, lo que salió de ahí es una potente llamada: ¡Abandónate!

La primera vez que leí la oración de abandono - escrita e inspirada por una meditación de Carlos de Foucauld - hace ya varios meses, no creí que nada de aquella oración me representara.  Sentí que había en ella una entrega tan grande que era de otro tiempo, de otra vida, que en nuestra realidad nada podía semejarse a aquel amor. Eran palabras tan radicales que sonaban extrañas, y de una fuerza interior que desentonaba con lo que yo conozco. Entre tantas cosas pasajeras (celulares que cambiamos al año, productos de belleza, ropa, autos...) escuchar  que algo dura para siempre y que exige un compromiso total suena anacrónico, fuera de lugar; extraño.

Dios nos regaló esta semana algunas fuentes concretas de inspiración, y pudimos conocerlas de cerca. Nos entregamos por completo a la experiencia de Fraternidad, y aún así fue solo el comienzo de una invitación que esconde muchísimo más. Más entrega, más desprendimiento, más hermanos y hermanas, y todo el amor posible. Que sonemos anacrónicos, extraños, que sonemos locos en el mundo de hoy.

Entregar la vida a manos llenas tiene como recompensa el recibir a cambio historias de otros y otras, igual de dispuestos a tejer el entramado del Reino. Me quedo con los hilos de cada uno/a, con sus sonrisas de cansancio y alegría, con sus palabras que demuestran que la confianza aún es una experiencia posible. Mirar más lejos y más alto, y más cerca y más abajo para poder tocarnos con esa plenitud.  Gracias a todos, y gracias infinitas al Señor.

¡Alabado seas!



Valentina Garcia Campo
Febrero 2016




[1] Carlos de Foucauld nació en Francia en 1958 y muere asesinado en Tamanrasset en 1916. Amante de Dios y seguidor de Jesús de Nazaret, con su vida y palabra inspiró después de su muerte a muchos hombres y mujeres de fe. En vida no fundó ninguna congregación, pero su testimonio fue semilla que dio vida después de la muerte.
[2] Frase que en 1888  Carlos oye a su maestro espiritual, el padre Huvelin, y se “graba en su alma”.

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